Por 53 años, William Mercado, un aiboniteño, ha satisfecho las hambres fisiológicas y sentimentales de los boricuas que extrañan a su isla en Connecticut
Por 53 años, William Mercado, un aiboniteño, ha satisfecho las hambres fisiológicas y sentimentales de los boricuas que extrañan a su isla en Connecticut
25 de agosto de 2023 - 11:40 PM
Hartford, Connecticut – Durante muchas décadas, la calle Park en esta ciudad olía solo a Puerto Rico.
De esquina a esquina, los boricuas, que empezaron a llegar a la capital de Connecticut por montones en la década de 1950 del siglo pasado como obreros de las fincas de tabaco, la habían impregnado de sus comidas, sus bebidas, sus productos y hasta su música.
Por aquí, cada 6 de enero transcurre, por ejemplo, la Parada del Día de Reyes, que es una tradición que los boricuas compartimos con otros hispanos, pero que, como todo lo demás en esta ciudad, tuvo durante década la etiqueta fundamentalmente borinqueña.
Con el tiempo, como en otras urbes estadounidenses, otros latinoamericanos fueron llegando y agregándole su propia sazón. En la calle Park, hay hoy restaurantes, botánicas, panaderías, tiendas de regalos y bares mexicanos, cubanos, hondureños, dominicanos y hasta brasileños.
“Me encanta venir. Por aquí, uno no siente que está en Estados Unidos. Es como ir dando un viaje por el Caribe”, dice Pablo Delano, un artista visual puertorriqueño y profesor en la Trinity University de esta ciudad.
Hay un rincón de la calle Park que sigue, sin embargo, siendo empecinada y voluntariosamente puertorriqueño.
Es la esquina de la calle Park con la Broad, donde opera hace 33 años “Aquí me quedo”, el restaurante boricua más antiguo aún en operaciones en Hartford. Lo fundó en el 1970 William Mercado, un aiboniteño que llegó ese año a Hartford desde Nueva York, a donde se había mudado desde Puerto Rico en 1966.
“Trabajé con un primo hermano, que me ofreció el negocio y yo se lo compré. Le puse ‘Aquí me quedo’ y hasta el sol de hoy”, cuenta don William, de 80 años y quien era propietario de un colmado en Aibonito antes de emigrar a Estados Unidos.
“Aquí me quedo” no es un restaurante pretencioso. Es lo que en buen puertorriqueño se le llama una fonda: pequeño, estrecho como un pasillo, sin lujos.
Pero una vez se atraviesa su discreta puerta de cristal, está uno en la inmensidad de Borinquen.
Adentro, huele a alcapurrias, a empanadillas y de camarones, arroz con habichuelas, carne guisada, mondongo, mofongo, pernil y hasta el mítico siete potencias, entre muchas otras delicias borincanas; hay afiches de coquíes, del Morro, del jíbaro puertorriqueño; se oye a Frankie Ruiz cantando de la amargura y de la cura que resulta más mala (sic) que la enfermedad o Cheo Feliciano sobre los entierros de mi pobre gente pobre.
Hay, allí, dentro, en resumen, todo lo que pueda extrañar un boricua en tierra lejana. Hasta el “to’ bien pai”, con el que don William suele saludar a los clientes, recuerda las calles de la isla. De no ser por los acentos centroamericanos entre los clientes y algunos de los empleados, puede alguien abstraerse y pensarse en el pueblo pequeño de Puerto Rico que más su alma le impida evocar.
“Aquí todo es hecho en la casa. Hasta el pique ‘Yo me mato’”, cuenta don William.
El nombre ‘Yo me mato’, del pique también está en una cadena que lleva don William y un afiche en la parte superior del cristal delantero de su camioneta. “Es que yo lo digo mucho, que yo me mato trabajando por mi familia”, dice el hombre, a modo de explicación.
En la mesa de al lado, un joven peruano dispuso con tesón y disciplina un enorme plato de sopón siete potencias que humeaba como las pociones mágicas de las películas. Dejó el plato tan limpio como si no hubiera sido usado. “¡Preciso!”, exclamó, pasándose una servilleta por la boca mientras emergía como de un viaje de la aventura de haber engullido tamaño manjar.
Don William –que hace veinte años abrió un segundo ‘Aquí me quedo’ en la avenida Albany de esta ciudad– cuenta que actualmente no tiene a ningún puertorriqueño en la cocina de sus restaurantes. Pero de donde quiera que vengan se le enseña la manera boricua de cocinar y no hay en el menú de ‘Aquí me quedo’ ningún plato que no sea auténticamente puertorriqueño.
“Hay de todas las razas dentro del negocio. Me llevo bien con todo el mundo. No he tenido problemas con ninguno hasta el día de hoy”, cuenta el hombre, que lleva un sombrero de cuero con motivos alusivos a las peleas de gallo.
Hace doce años, don William traspasó la administración de sus restaurantes a su hija Wilma Yolanda, quien, a vez, encargó el “Aquí me quedo” de la calle Park a su hijo Samuel, quien en el acento típico de los boricuas, como es su caso, de tercera generación, sigue cuidando el carácter boricua de esta institución de Hartford.
Don William sigue acudiendo al restaurante y atendiendo clientes tres o cuatro días en semana. El trabajo y el amor (tiene una hija de seis años), dice, lo mantienen saludable entrando a su octava década de vida. “Pa’ que lo coja otro, que se quede en familia”, dice, orgulloso de que ya una tercera generación de los suyos esté a cargo del restaurante boricua más antiguo de Hartford.
Concluida la charla, llegan a la mesa de los periodistas alcapurrias crujientes, una montaña de arroz fulgurantemente blanco, de granos claros y relucientes, habichuelas rosadas espesas y bien condimentadas y carne guisada oscura, blanda y jugosa, cuyo caldo exudaba un aroma embriagador.
Fue obligatorio entonces que echara a un lado libretas, bolígrafos, cámaras y grabadora.
El resto, incluyendo la dieta, fue historia.
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