La Fontana de Trevi, posiblemente la más famosa del mundo, lleva décadas apareciendo en las pantallas, desde “La Dolce Vita” de Fellini hasta “Emily en París” de Netflix. Cada año, millones de visitantes se abren paso por las estrechas calles de Roma para contemplar al imponente dios Titán flanqueado por cascadas que desembocan en un estanque turquesa.

Pero nunca se aventuran a espaldas de Oceanus para ver qué produce el sublime juego de agua en la obra maestra del Barroco.

En una calle adyacente, unas puertas de madera conducen a las cámaras de control que regulan el suministro de agua de la fuente, procedente del Aqua Virgo, un antiguo acueducto romano a 16 kilómetros (10 millas) de distancia. Dos bombas eléctricas reciclan 126 litros (33 galones) de agua por segundo mientras la empresa de gestión del agua de Roma, ACEA, monitorea cuidadosamente el flujo las 24 horas del día.

Esta cantidad tan precisa es crucial para que el agua pueda moverse a través de las estatuas. Un poco más, o un poco menos, y el sistema no funcionaría, aseguró Davide D’Alonzo, gerente de ACEA para la zona.

La moderna sala de control cuenta con tanques de metal y paneles iluminados. En la cámara arqueada original, el agua fluye ruidosamente a través de una gruesa tubería y hay un hidrómetro funcional del siglo XVIII para medir el nivel de agua de la fuente.

Una gran hoja de cálculo rudimentaria en una pared muestra los nombres de las familias ricas romanas que recibían agua de la cámara en sus casas hace mucho tiempo. Cuando se demoraban en el pago, se les cortaba el suministro.

Las ventanas enrejadas de la sala tienen vistas a la fuente y a sus numerosos visitantes, todos ellos ajenos a su sistema de suministro oculto. Lanzan monedas al agua por encima de sus hombros, un gesto que, según la leyenda, garantiza su regreso a la ciudad eterna.