Se lidió con él, con Donald Trump, como con un niño con rabieta cuando se le quiere dormir; se bajaron las luces, se habló bajito, se procuró que ninguna puerta fuera cerrada ni abierta, abruptamente. Se le trató como a una pieza de cerámica, con extrema delicadeza, midiendo el pulso cada vez que se le iba a tocar, ensayando donde se le iba a poner y poniéndola después, estudiando la dirección y el patrón de los vientos, no fuera a ser que una ráfaga inquieta la tumbara y la hiciera añicos.