El 6 de enero los Reyes Magos nos solían traer a mi hermana y a mí libros adaptados a la lectura infantil: leyendas escandinavas, japonesas, españolas, francesas. El tomo que más me maravilló fue el de las Mil y una Noches, cuya fantasía desatada y cuya portada --unas callejuelas árabes que hoy sé son las de Jeddah en Arabia-- suscitaban en mí una misteriosa camaradería y una aquiescencia de siglos. Mami disimulaba amorosamente su caligrafía para que pareciera que eran los mismos Reyes Magos quienes nos dedicaban los volúmenes. Muchas veces acaricié, maravillada, aquella dedicatoria –”A Lucecita, de los Reyes Magos”-- pensando que el regalo no solo venía de Oriente, sino del mundo de lo fantástico y de lo trascendente.
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