

Cada lengua implica una cosmovisión única, una manera de estar plantado en el mundo: aquello que los alemanes llaman el Weltanschauung. Los idiomas arrastran las vivencias milenarias que contribuyeron a su formación, y estas se activan sigilosamente cuando articulamos las palabras. Se trata de experiencias vitales y de emociones intransferibles: como dejó dicho Pedro Salinas, “no es lo mismo ser en inglés que ser en español”. O ser en chino, en árabe, en francés, en latín. Por eso la adquisición de una lengua siempre nos abre una ventana privilegiada a la mentalidad del pueblo que la posee, y nos hace más generosos con sus hablantes porque logramos comprenderlos mejor. Cuando un chino saluda diciendo ni chi le ma, nos está preguntando literalmente si hemos comido. Este saludo tradicional, que no espera respuesta, arrastra la tradición de inmemorables banquetes imperiales como los que tuvieron que degustar, intimidados, los presidentes Nixon y Bush. Cuando un árabe nos recibe con un ehlen wa sehlen, literalmente nos está diciendo que nos da la bienvenida bajo su tienda de campaña y entre su familia. Estos hijos del desierto estaban obligados a la hospitalidad, porque si no abrían sus puertas, el forastero moriría de sed entre las dunas. Aun decimos “esta casa es su casa”, que es un préstamo literal del al beyt beytak árabe. En portugués nos enfrentamos con la saudade, palabra intraducible que implica un sentimiento de nostalgia primaria y melancólica que solo escuchar un fado nos permite intuir. Por la etimología de la voz “trabajo”, sabemos que a quienes sentimos el mundo desde las lenguas románicas no nos gusta mucho laborar, pues la voz proviene del nefasto tripalium, un cepo de tres puntas que se usaba como instrumento de tortura. El dolce far niente italiano—”el dulce no hacer nada” proviene de la misma mentalidad muelle. Y ahí está el joie de vivre francés, que recoge la alegría exultante de una civilización que ha disfrutado intensamente todos los placeres. Recordemos a Versalles, al champán y a les années folles que vivió París tras la Primera Guerra Mundial.
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