Las primeras designaciones del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, han confirmado algunos de los peores temores de quienes advirtieron, como desde las páginas de este periódico, que una figura que ya demostró a la saciedad su desprecio por la democracia pondría a aquel país con el que estamos tan estrechamente ligados en ruta hacia el autoritarismo y la confrontación.
Habiendo visto a Trump actuar desde su incursión en la política en 2015, nadie debe fingirse sorprendido por lo que revelan sus primeros días como presidente electo. Los estadounidenses eligieron esta inquietante ruta en elecciones limpias. Corresponde a todos, por supuesto, aceptar el resultado. Pero aceptarlo no significa callar ante el grave peligro en que las actuaciones de su propio líder colocan a una de las democracias más antiguas y más vigorosas del planeta.
Los nombramientos dieron el disparo de salida de lo que serán cuatro años extremadamente complicados para Estados Unidos y, dada la enorme influencia de dicho país en la comunidad global, para el resto del planeta. Trump designó para puestos claves - secretario de Justicia, secretario de Defensa y jefa de Inteligencia Nacional - a tres personas sin preparación alguna para dichos cargos, pero con largo historial los tres de servirle a él como incondicionales escuderos.
Los nombramientos de Matt Gaetz, un congresista con un larguísimo historial de feas controversias, para secretario de Justicia; de Pete Gegseth, un exmilitar y comentarista de noticias para secretario de Defensa y de la excongresista Tulsi Gabbard, quien ha apoyado públicamente el discurso de Rusia en la guerra contra Ucrania, suponen, con todo el peso que eso tiene, que para el nuevo presidente vale más la lealtad hacia él que la capacidad para conducirse en sus cargos. Eso es, como ha demostrado la historia un millón de veces, una receta para el desastre.
No hay país que pueda avanzar cuando su sistema de gobierno, sus agencias, sus instituciones, actúan en funciones y los intereses de una sola persona y no de la totalidad de una sociedad y sus infinitos matices. Trump, quien no disimula su admiración por autócratas, ha dado señales de sobra de que esa es su forma predilecta de gobierno.
La democracia estadounidense sufrió ya un duro asalto de parte del trumpismo como resultado de las elecciones de 2020. Aquella vez, la nación se salvó porque dos personas colocadas por Trump en puestos críticos - el entonces secretario de Justicia, William Barr y el entonces vicepresidente Mike Pence - no se prestaron a la farsa de que las elecciones habían sido robadas y permitieron que ocurriera la transición democrática.
Es legítimo el temor de que esta vez Trump está ocupando puestos así con personas carentes de los escrúpulos y la vocación democrática de Barr y Pence. Ya Trump insinuó, en una reunión con congresistas electos, que podría buscar la manera de volver a postularse, a pesar de que la Constitución es absolutamente clara en la limitación de dos términos por presidente. Pero, de nuevo, no es sorpresa: esa es la actitud usual de los autócratas.
En resumen, la sociedad estadounidense, libremente, no por falta de advertencias o de información, decidió elegir a un personaje con este inquietante perfil. Cedieron, al igual que muchos otros en el mundo, a la seducción del “hombre fuerte”. El desafío para las instituciones, para las otras ramas del gobierno, para la prensa, que tal grado de acoso sufre de parte de las fuerzas asociadas al trumpismo, es monumental.
Como creyentes en la democracia, en el orden, en la diversidad, deseamos, obviamente, que la democracia estadounidense supere, con más fuerza que antes, este tiempo tan arduo. A ningún ciudadano ni sociedad de bien en el mundo le conviene la caída de Estados Unidos en las garras del autoritarismo.