

16 de abril de 2025 - 11:10 PM
El pasado domingo, la sección de Negocios de este periódico, publicó un reportaje que detalla el estado de indefensión en el que se encuentra la economía de Puerto Rico ante los potenciales recortes de la administración de Donald Trump.
Colegas economistas analizaron cómo recortes aún mínimos pudieran ejercer una presión fiscal que debilite el proceso de saneamiento financiero que se lleva a cabo en la isla desde el 2016 cuando entró en vigor la ley federal Promesa.
La magnitud de la dependencia gubernamental, de la economía en general, y de los consumidores en fondos federales se encuentra en niveles históricos. Como he mencionado antes, entre el 2021 y el 2022, los fondos federales llegaron a representar el 42% del Producto Bruto y hay sectores completos, cuya viabilidad está ligada al envío de dinero federal que en la actualidad es incierto si va a continuar fluyendo y en qué magnitud.
La propia Junta de Supervisión Fiscal (JSF) organismo creado por la Ley Promesa para enderezar los entuertos fiscales y la deuda generada por pasados gobiernos, ha caído en la trampa de fundamentar el saneamiento financiero del gobierno y la recuperación económica en los fondos federales.
Recientemente, ante el hecho de que vendrán recortes en las asignaciones presupuestarias desde Washington, el propio organismo federal ha tenido que recoger velas, y advertir al gobierno, que el reto fiscal se pudiera complicar ante los recortes potenciales. A corto plazo, los retos mayores son en salud y alimentos, en función de la reducción de fondos bajo los programas de Medicaid y el Programa de Asistencia Nutricional (PAN), respectivamente.
Es evidente, que la ficción en la que ha vivido Puerto Rico durante la pasada década, matizada por desastres naturales, y el envío de ayudas federales está a punto de llegar a su final.
Lo irónico y triste de lo que nos espera en el futuro cercano es que mucho de los problemas que hoy enfrenta Puerto Rico son el resultado de la inacción de la clase política que nos ha gobernado durante las pasadas tres décadas. Desde la década de los 1970, economistas locales e incluso, algunos de renombre internacional, como James Tobin, comenzaron a advertir del estancamiento estructural de la economía puertorriqueña ante el agotamiento del modelo ideado en el 1948 por Teodoro Moscoso y Rexford Tugwell.
La recesión de 1973 provocó una severa crisis que dejó al descubierto la vulnerabilidad de la estrategia de industrialización, altamente dependiente en la importación de capital y los choques externos como el provocado por los precios del petróleo.
El informe comisionado al economista James Tobin, premio nobel, propuso varias alternativas que fueron ignoradas por los gobernadores Rafael Hernández Colón (1973-76) y Carlos Romero Barceló (1977-81). Al modelo económico se le hicieron unos cuantos cambios cosméticos, entre ellos transitar de la Sección 931 a la Sección 936 del Código de Rentas Internas federal, para fortalecer el enclave industrial y la introducción a la Isla del Programa de Cupones para Alimentos, posteriormente, reformulado como el PAN.
Así transcurrieron las décadas del 1980 y del 1990 con cierta estabilidad y bonanza anclada en una economía global y norteamericana fuerte que favoreció a la isla. La eliminación de la Sección 936 en el 1996 creó las condiciones para el comienzo de otra crisis, que cogió fuerza entre el 2001 y el 2005. Entonces, comenzaron a cerrar establecimientos de manufactura ante el fin de los incentivos contributivos federales.
Entre el 1996 y el 2005, economistas y líderes de la industria plantearon la necesidad de articular un nuevo modelo económico que tomara en cuenta la realidad económica global y las ventajas competitivas de Puerto Rico. La clase política nuevamente no solo no hizo los cambios, sino que aumentó el gasto, los impuestos y la deuda pública para compensar por la pérdida de competitividad económica.
Entre el 2005 y el 2006, se hizo evidente que Puerto Rico se encaminaba hacia la insolvencia fiscal, y efectivamente, el gobierno tuvo que cerrar al quedarse sin dinero. En el olvido quedaron los consejos y advertencias de economistas de que era necesario introducir reformas fiscales y reactivar orgánicamente la economía para evitar el eventual colapso financiero de la isla. Nuevamente, en el contexto de un infame gobierno compartido, se creó un parche: el Impuesto de Venta y Uso de 7% (IVU) que pudo dar oxígeno artificial al gobierno, pero el nivel de gastos quedó inalterado y la economía seguía en estado de coma.
Nuevamente, economistas plantearon alternativas a los gobiernos y advirtieron que había que reducir el gasto, reformar las corporaciones públicas y reactivar el crecimiento de la economía de forma orgánica para evitar un desastre fiscal. Por miedo a perder votos, no se hizo nada y ahí Puerto Rico entró en la espiral que provocó la degradación del crédito gubernamental, el impago de la deuda y la eventual entrada de la JSF bajo la Ley Promesa.
Ante la incapacidad de la clase gubernamental criolla, el Congreso federal impuso a Puerto Rico una especie de tutor financiero, para reestructurar la deuda y sanear las finanzas públicas.
Casi una década después de la entrada en funciones de la Ley Promesa, la resistencia de la clase política a hacer los cambios estructurales ha impedido que el organismo fiscal logre enderezar por completo el rumbo económico y fiscal de Puerto Rico. En ese transcurso, me consta que varios colegas y lideres del sector privado han planteado alternativas para reformular la gestión económica y financiera del país sin éxito.
Hoy, de cara a los posibles recortes en fondos federales, percibo la misma actitud que ha habido en las pasadas décadas, un estado de comodidad o pasividad, que raya en lo irresponsable.
La clase política, no solo minimiza los retos que hay en el horizonte, sino que parece indiferente ante ellos y no parece estar dispuesto a articular una estrategia coherente para enfrentar lo que viene. Los intereses político-partidistas parecen ser más apremiantes que el bienestar del país a largo plazo.
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