Rememoro esta frase espantosa y ciertísima y pienso en tantos estudiantes que en sus jovencísimas vidas, ya son bajas en una guerra de la que nadie les previno que participaban, escribe Eduardo Lalo
Rememoro esta frase espantosa y ciertísima y pienso en tantos estudiantes que en sus jovencísimas vidas, ya son bajas en una guerra de la que nadie les previno que participaban, escribe Eduardo Lalo
La educación ha sido siempre un reto, o mejor, una cadena probablemente interminable de desafíos, provocaciones e incitaciones. ¿Cuándo, por más aplicado y entusiasta que se fuera como estudiante, uno se levantó al amanecer con la intención de repasar el material una última vez, para coger con entusiasmo y placer un examen de fin de curso, uno de grado o someterse a los rigores e injusticias de una reválida? ¿Cuándo uno ha querido voluntariamente toparse de frente con la realidad de la competencia que se ha logrado en una materia o profesión? La obvia respuesta es que esto nunca acontece a no ser que uno sea masoquista o un chupatintas. Aún así, y más allá de las ordalías folclóricas de los exámenes, los trabajos de investigación y las tesis; más allá de las caídas, fracasos y reintentos fallidos o exitosos, durante muchas décadas en la escuela y luego la universidad, se estaba abierto, tanto dentro como fuera de las aulas, a que ocurriera una transformación personal. A veces, esta tenía poco que ver con lo académico y el cambio derivaba hacia los avatares de la identidad propia; a veces, la deriva llevaba a derroteros políticos o personales que anteriormente no se habían contemplado. En muchas ocasiones, se descubría en el proceso que se hacía parte de una generación, de un grupo que compartía tanto una edad como una época.
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