La transición a una nueva realidad de vida a veces pide que aceptemos algo tan doloroso como liberador: una pequeña muerte interior, la desaparición de la que fuimos para poder dar paso a la que será
La transición a una nueva realidad de vida a veces pide que aceptemos algo tan doloroso como liberador: una pequeña muerte interior, la desaparición de la que fuimos para poder dar paso a la que será
En el fondo siempre hemos sabido que somos una multitud. Nos habitan todas las versiones del yo que hemos construido a lo largo de nuestras vidas. Somos ese coro de versiones de nosotros mismos que al final del día compone la complejidad de nuestra identidad, siempre tan cargada de contradicciones, siempre tan líquida. Pero hay veces en que nos estacionamos por un buen rato en uno de esos yo, por lo general, cultivamos esa identidad que resulta de las duras lecciones aprendidas a través de los años, de las decisiones tomadas en materia de valores y hasta de gustos y aficiones. Nos toma años escoger, definirnos desde lo más simple: cuál es mi estilo, mi forma de hacer las cosas: cocinar, leer, bailar; a la más compleja: cuáles son mis valores, en dónde me posiciono políticamente, creo o no en la existencia de un ser supremo, en fin, a qué tribu pertenezco. Y una vez esas interrogantes empiezan a definirse, descubrimos una identidad propia en la que finalmente nos sentimos cómodos. En ese momento ocurre una madurez particular y aferrarse a esa sensación tan parecida a la plenitud es lo más natural.
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