Estamos entrenados para manejar los confines de la mente y del espíritu, pero muy pocas veces desciframos el lenguaje único del cuerpo en su esencia más animal
Estamos entrenados para manejar los confines de la mente y del espíritu, pero muy pocas veces desciframos el lenguaje único del cuerpo en su esencia más animal
Nunca me han gustado los senos grandes. Cuando de niña comenzaron a crecerme y me gradué de un brasierre talla AA, a una copa A, lloré sin consuelo. La transformación física me provocó el mismo dilema existencial que el cumpleaños número diez. Por alguna razón, el salir de las edades de un solo dígito al largo camino de las edades de dos dígitos, me sobrecogió. No sé si es que no quería crecer, o que empecé a experimentar la nostalgia muy temprano, lo que sí es seguro es que la expansión en años y en el pecho le causaba angustia a la niña que fui. Probablemente, se trató de la primera vez que comprendí que la mayoría de las cosas en la vida no están bajo nuestro control. O quizás fue algo mucho más simple: el cuerpo sabe más que una casi siempre y crece y hace y deshace más allá de nostalgias y dilemas existenciales.
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