Se crea en la película un delicado equilibrio entre lo existencial y lo político, la pecera figurada y la real, el fondo marino de Vieques convertido en depósito de escombros bélicos”, escribe Edgardo Rodríguez Juliá
Se crea en la película un delicado equilibrio entre lo existencial y lo político, la pecera figurada y la real, el fondo marino de Vieques convertido en depósito de escombros bélicos”, escribe Edgardo Rodríguez Juliá
Me formé viendo a Cary Grant en la adivinación de Eva Marie Saint durante la escena del tren en North by Northwest. Hollywood, aquel cine, aún era levedad, ensoñación y escapismo. Y cómo olvidar a Audrey Hepburn en Sabrina, transformarse ante nuestros ojos, de muchacha ingenua a impecable y elegante belleza, ello sazonado con el ingenio sarcástico de Billy Wilder. En la reciente Golda vi a Moshe Dayan -héroe de la guerra de los seis días- vomitando, y lo mismo a Golda Meir, esta vez sangre. En Oppenheimer también hay vómitos, lo mismo que en La pecera, que tiene como motivo central del argumento una colostomía. En mi juventud la obscenidad sólo estaba identificada con el acto sexual, ya fuera cine cuasi pornográfico o veraz “cine de arte”, I am curious yellow, o Last Tango in Paris. Me crié en la ensoñación del cine, recalé en mi juventud en las verdades de nuestra humilde condición humana - fuimos concebidos y nacimos inter urinam et faeces- y ahora viejo he recalado en las lindezas del sistema digestivo y urinario. Ya estoy harto de ver películas con mujeres añangotadas en el inodoro, orinando. Añoro a Ali McGraw muriendo de leucemia -los efectos de la quimioterapia nada visibles- frente a un Ryan O’Neal que me evocaba los melodramas de Mario Lanza vistos en el meaíto de mi pueblo.
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