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Siempre presentí que aquel “ideal”, lo mismo que la anexión, contenía una antigua terquedad. El autonomismo, y cierto civismo transaccional, caracterizó nuestra política decimonónica. Pero eso lo pensé después, y muy a pesar de que cuando leí en la adolescencia la novela Los derrotados, de César Andreu Iglesias, entré a una especie de fe secular, el llamado “independentismo”. Más adelante, cuando alguna vez tertulié con Don Juan Antonio Corretjer, en su casa de Guaynabo, durante los años sesenta, aquél se quejaba de que el P.I.P. no estuviese adelantando la independencia “ni con las balas, ni con los votos”. Gran ilusión aquella, porque los puertorriqueños jamás hemos luchado por la Independencia; el nacionalismo albizuista fue, como bien decía uno de mis profesores, “una mutación del alma puertorriqueña”. Don Juan Antonio señalaba que el Estado Libre Asociado fue posible mediante las balas de los nacionalistas. En eso le concedía y le concedo algo de razón. Otro mentor me aseguraba que ya hacía tiempo que para él ser independentista había dejado de ser prueba de excepcionalidad moral, o intelectual. Otro gran profesor de ciencias políticas, extranjero, socialista fabiano, muñocista, era aún más tajante: todos los independentistas que había conocido estaban locos.
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