

Escuché Aguas de marzo por primera vez en el teatro Sylvia Rexach interpretada por el cantautor puertorriqueño Alberto Carrión. Me estremeció la certeza de que aquella canción me hablaba mucho más allá del asalto que a mis sentidos producía su letra y su música. La composición del brasileño Tom Jobim era una especie de fluir de consciencia que evocaba la imagen de una corriente incesante, una metáfora de lo inevitable, que arrastra todo a su paso. Su letra me hablaba de los ciclos que se repiten en la vida, como una suma de turbulencias y finales. Estábamos en el tercer año de la década del setenta y ya las aguas de marzo habían producido suficientes emociones en mi vida.
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