Tan pronto Roberto Clemente llegó a Fort Myers, donde entrenaban los Piratas, la segregación racial le dio una equivocada fama de colérico, huraño y petulante, escribe Cezanne Cardona Morales
Tan pronto Roberto Clemente llegó a Fort Myers, donde entrenaban los Piratas, la segregación racial le dio una equivocada fama de colérico, huraño y petulante, escribe Cezanne Cardona Morales
Una punzada estomacal en la víspera de la Serie Mundial de 1971, tras una intoxicación con almejas al ajillo, era una buena señal. La prensa deportiva andaba detrás de un jugador que abusaba de narcóticos, así que un suero corriendo por las venas de Roberto para evitar la deshidratación no era motivo de preocupación. A esas alturas del juego los cronistas deportivos ya se habían acostumbrado al estilo de Clemente, y sabían que cualquier dolama era el indicio de un buen espectáculo en el diamante. Roy McHugh, columnista estrella del Pittsburgh Post-Gazette, llegó a la conclusión de que los dolores musculares y el menosprecio que recibió Roberto al principio de su carrera eran las armas secretas del astro boricua: “La ira era el combustible que utilizaba Clemente en su infatigable búsqueda de excelencia”. Algo parecido le sucedió a Stevenson cuando escribió Dr. Jekyll y Mr. Hyde: después de publicar una clásica novela sobre piratas buscando tesoros por islas del Caribe se dio cuenta de que el tesoro mayor -el más cuantioso y peligroso- lo llevamos dentro: solo hay que saber utilizar las herramientas precisas para ir desenterrándolo poco a poco. Y eso fue lo que hizo Roberto en esa Serie Mundial: balancear el orgullo y la dignidad.
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