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Tenía 11 años cuando supe que quería ser artista. Lo descubrí cuando se acercaba la semana de las profesiones y yo debía compartir frente a la clase a qué quería dedicarme de adulta. Mientras la maestra hablaba de por qué escoger un trabajo, sentí cierto tipo de inferioridad al ver a mis compañeros muy decididos: más de la mitad quería trabajar en la medicina, y el resto se dividía entre la ingeniería, los negocios y la contabilidad. Yo no me identificaba con nada de eso; por más que lo intentaba, no lograba visualizarme en una de las profesiones que, según la maestra, te aseguraban un buen futuro. Nunca, hasta entonces, me había sentido perdida. Llegué a casa y de inmediato, el bombardeo: “puedes ser gerente, como todos en la familia o abogada, mira que te gusta leer”.
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