Casi todo el mundo en Toa Baja sabía que donde más barato vendían las cervezas era en la barra de Félix “El Cano” Delgado, el otrora alcalde de Cataño. La sorpresa no era entonces que el FBI se hiciera de la vista larga ante tan eterno happy hour en tiempos inflacionarios (Heineken vestidita de novia a $1.25), sino que se tardaran tantos años en confiscar los cinco lujosos relojes del exalcalde, producto de un trueque corrupto tan clásico como la carrera política que propone el Dodo en Alicia en el país de las maravillas. Cualquiera que lo haya leído sabe que el peso de la sospecha o lo que mueve la acción del clásico de Lewis Carrol es el reloj. Por algo el libro comienza cuando Alicia, aburrida, despega los ojos de un libro sin dibujos ni diálogos y ve un conejo que saca de su chaleco un reloj. Alicia se meterá hasta por donde no cabe y se beberá todo tipo de brebajes que la agrandan y la achican con tal de averiguar por qué aquel conejo consulta tanto el tiempo. Que Alicia se vaya dando cuenta que el tiempo es un misterio maravilloso y atroz es una cosa; otra muy distinta es constatar que un colaborador del FBI -por más corrupto que haya sido- puede estirar el tiempo a sus anchas o caer por un hoyo a dos velocidades: “O el pozo era muy profundo o cayó muy despacio”.
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