Cuando un gobernante -o simplemente un hombre con mucho poder- decide poner sus manos sobre un cadáver está rompiendo no un límite sino fronteras que se tienen por inviolables, escribe Miguel Enrique Otero, presidente editor del diario El Nacional
Cuando un gobernante -o simplemente un hombre con mucho poder- decide poner sus manos sobre un cadáver está rompiendo no un límite sino fronteras que se tienen por inviolables, escribe Miguel Enrique Otero, presidente editor del diario El Nacional
Cuando un gobernante -o simplemente un hombre con mucho poder- decide poner sus manos sobre un cadáver está rompiendo no un límite sino fronteras que se tienen por inviolables. La línea roja que separa a los vivos de los muertos no es solo civilizatoria. También es extendidamente humana, profundamente social, poderosamente simbólica y política y, por supuesto, está vinculada, de forma ineludible y duradera, al designio de familiares, herederos y seres queridos, incluso a la comunidad a las que el muerto o los muertos pertenecían.
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