En el antiguo terminal de guaguas pisicorre de mi pueblo ahora hay un negocio de comida. Las viejas manchas de aceite de motor y los chicles pegados en el suelo han sido sustituidos por manchas de aceite Mazola y residuos de mezcla de bacalaítos. Los cartelones que indicaban las tarifas por pasajero se han convertido en un menú de arepas de coco, tostones rellenos y alcapurrias de jueyes. Ya no hay mapa que indique que la guagua tal va hacia “Santa Rosa, Bayamón”, sino hacia “Arañitas rellenas con marisco”. Donde antes decía “Candelaria, Bayamón Oeste, o La Virgencita”, ahora dice “Mofongo con carne frita”. Lo peor es que las letras que anuncian el antiguo terminal han resistido mejor que los edificios aledaños. Y digo peor porque la solidez de las letras que desmienten el experimento gastronómico acentúa aún más la extrañeza y la nostalgia, pues en aquel terminal de guaguas me inicié en la lectura no obligatoria. Así que esperar por una pisicorre era sinónimo de novela, y Drácula de Bram Stoker fue de los primeros textos que leí en una guagua, de Dorado a Bayamón y de Bayamón a Santurce. Puede que por aquellos días no estuviera al tanto de los paraísos fiscales, pero daba por sentado que un terminal de guaguas públicas jamás sería derrotado por bacalaítos.
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