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A comienzos del pasado siglo, cuando se debatió en el Congreso otorgar la ciudadanía a los habitantes de la recién adquirida Isla de Puerto Rico, un racista y recalcitrante legislador sureño dijo que, “primero se logra un ciudadano de la oreja de un cerdo que de un puertorriqueño”. Hoy en día, resucitado, aquel infeliz segregacionista caería otra vez de un patatús al percibir que el peso electoral del voto de los ciudadanos americanos de origen puertorriqueño relocalizados en estados de la Unión, particularmente en estados del Sur de Estados Unidos, puede decidir de qué oreja sale el alcalde de la ciudad, el gobernador del estado, el miembro del Congreso que los representará en Washington, ¡hasta el presidente de los Estados Unidos de América!
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