De niño recuerdo comenzar a asistir a la iglesia evangélica luego del divorcio de mis padres. A pesar de que hubo domingos en los que me hacía el enfermo para quedarme en casa viendo caricaturas, siempre encontré en la iglesia el refugio que mi madre, mis dos hermanos y yo necesitábamos para aliviar el dolor de ese proceso. Una comunidad dónde recibíamos amor, aceptación y apoyo instrumental. Esta comunidad me enseñó la importancia de ayudar al otro, de alimentar y vestir a las personas sin hogar, de compartir y preocuparme por los desventajados, en fin de amar al prójimo.
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