Por suerte, mis profesores nunca asumieron la soberbia musical, escribe Cezanne Cardona
Por suerte, mis profesores nunca asumieron la soberbia musical, escribe Cezanne Cardona
Mis profesores siempre lo supieron. Antes de nuestras clases de Teoría y Solfeo, o después de los ensayos de orquesta del Programa de Cuerdas para Niños, un grupo de estudiantes nos reuníamos en algún saloncito para encontrar las notas y los acordes de aquellas canciones populares, de cualquier género, que escuchábamos a diario: rock, rap, underground -que aún no se llamaba reggaetón-, baladas, pop, reggae, salsa, tecno, merengue -lo que fuera- incluso anuncios de televisión. Nos parecía divertido y hasta liberador traducir aquellos tonos y ritmos pegajosos a las cuerdas de un violonchelo, un contrabajo, un violín, una viola, o un piano: Nirvana a cuatro cuerdas, Olga Tañón en pizzicato, DJ Playero y Wu Tang Clan en staccato. Y tocábamos muertos de la risa, y llenos de vanidad y trabajo, como dice aquel versículo del libro del Eclesiastés. Éramos demasiado jóvenes para saber si queríamos ser músicos; unos lo fueron y otros no. Éramos adolescentes y queríamos descubrir aquella magia, aquel otro milagro, que no estaba en las piezas que nos colocaban en el atril.
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