Cuando la injusticia y el abuso levantan la ira del pueblo, se siente en las calles. Vemos en nuestras pantallas la rabia y el dolor ancestrales de una gente que no aguanta un abuso impune más, escribe Mirelsa Modestti González
Cuando la injusticia y el abuso levantan la ira del pueblo, se siente en las calles. Vemos en nuestras pantallas la rabia y el dolor ancestrales de una gente que no aguanta un abuso impune más, escribe Mirelsa Modestti González
George Floyd no podía respirar. Rogó por su vida, pidió aire, pero la rodilla inmisericorde de Derek Chauvin no cedió ni un centímetro. “No puedo respirar”, expresó en varias ocasiones. Pero la rodilla siguió sobre su cuello y la mano del policía siguió en su bolsillo, como quien posa para una revista. Antes de perder el conocimiento, Floyd se dio cuenta de que estaban asesinándolo. “No me mates”, suplicó entre gemidos. Varias personas intentaron interceder. Algunos, desesperados, le reclamaban al policía que lo estaba matando. Pero la rodilla siguió ahí cuando comenzó a sangrar por la nariz. Siguió ahí cuando había perdido el conocimiento. La rodilla siguió ahí hasta que no había nada que hacer.
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