Los ciudadanos nos sentimos tan abrumados por la situación que estamos obligados a concluir que nuestros niños y jóvenes ya no son prioridad para el Departamento de Educación, escribe Hiram Sánchez Martínez
Los ciudadanos nos sentimos tan abrumados por la situación que estamos obligados a concluir que nuestros niños y jóvenes ya no son prioridad para el Departamento de Educación, escribe Hiram Sánchez Martínez
De niño y adolescente, desde semanas antes de comenzar el nuevo año escolar, me pasaba contando los días para el regreso a la escuela. Sería la ocasión para estrenar uniforme y zapatos nuevos, volver a ver a mis compañeros de clase y a la novia que no veía desde mayo, y para conocer a mis nuevos maestros. Ese primer día de clases era placentero y lleno de entusiasmo para todos, que parecíamos estar en la misma sintonía de un regreso feliz. La escuela estaba siempre bien pintada o, al menos, presentable, y en los salones de clase los pupitres limpios y todo bien puesto. Los baños funcionaban. No recuerdo que tuviéramos comején ni sabandijas. Tampoco filtraciones en los techos. No había matorrales en los alrededores ni equipo dañado o abandonado en los predios. Aunque estudiaba en “la pública”, en realidad nunca tuve nada que envidiar —respecto a los acomodos escolares— a los hijos de las familias pudientes de Yauco que iban al Holy Rosary.
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