

Hay un voceteo obvio, evidente, irritante. El estruendo se acerca por la carretera que pasa justo al lado de la casa donde cuido a mi centenario padre y a mi nonagenaria madre. Ellos aún no lo perciben. Se aproxima aún más. Ya siento el rechinar en las persianas de la sala y en los trastes del fregadero por la vibración de frecuencias bajas que produce el conjunto de bocinas a todo fuete del carro que se avecina. Papi, a pesar de estar casi sordo, lo siente y se inquieta. Piensa que es un sismo; el trauma del de 1918 está grabado en su psiquis. Mami sale abruptamente de su somnolencia habitual y se incorpora alarmada. Los ojos se le desorbitan.
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