La beldad puertorriqueña no se distanció del estereotipo identitario; por el contrario, abraza esa identidad y la hace suya retando la idea del puertorriqueño dócil, sumiso y subordinado, escribe Manuel G. Avilés-Santiago
La beldad puertorriqueña no se distanció del estereotipo identitario; por el contrario, abraza esa identidad y la hace suya retando la idea del puertorriqueño dócil, sumiso y subordinado, escribe Manuel G. Avilés-Santiago
Mi nexo con la escena missiológica se remonta al año 1985. Con cuatro años de edad, lo que acontecía en la pantalla del televisor de trece pulgadas parecía incomprensible. Aunque la algarabía de mi familia y los cohetes que lanzaron en el barrio ante el triunfo de Deborah Carthy-Deu daba a entrever que aquello era motivo de júbilo. Comparaba quizás con los rituales de celebración de alguna pelea de boxeo o los resultados de los comicios -si es que ganaban los del color que, en aquel entonces, mi familia apoyaba-.
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