Los circos de mi propia infancia eran pobres de solemnidad, y la luz que los ilumina en mi memoria no deja de ser mortecina, escribe Sergio Ramírez
Los circos de mi propia infancia eran pobres de solemnidad, y la luz que los ilumina en mi memoria no deja de ser mortecina, escribe Sergio Ramírez
Cuenta Rubén Darío en su autobiografía que tendría unos trece años cuando se despertó en él “una erótica llama” provocada por “una apenas púber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante”. Se llamaba Hortensia Buislay. “Como no siempre conseguía lo necesario para penetrar en el circo”, dice, “me hice amigo de los músicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violín; pero mi gloria mayor fue conocer el payaso,a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la farándula. Mi inutilidad fuere conocida. Así, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora, que me había presentado la más hermosa visión de inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera”.
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