Héctor Lavoe, para mí y para muchos, simboliza, más que unas canciones, un reflejo de quienes somos como nación. De almas gentiles, de orgullos patrios, de ‘desengaños e ilusiones’ e identidades híbridas, escribe Adrián Rodríguez Alicea
Héctor Lavoe, para mí y para muchos, simboliza, más que unas canciones, un reflejo de quienes somos como nación. De almas gentiles, de orgullos patrios, de ‘desengaños e ilusiones’ e identidades híbridas, escribe Adrián Rodríguez Alicea
Yo tengo 21 años. Hoy se cumplen 30 desde que murió, a los 46 años, Héctor Juan Pérez Martínez, mejor conocido como Héctor Lavoe. La diferencia entre la fecha de su muerte y mi nacimiento es suficientemente distante como para que el paso del tiempo -inclemente como la erosión el mar- corroyera la memoria del “Cantante de los Cantantes” entre el sobrestímulo del siglo que entraba. Sin embargo, la voz de Lavoe me resulta tan entrañable -casi omnipresente- en nuestra cultura, que me conmueve como si fuera un músico de hoy. Héctor, con su sonoridad jíbara afianzada por una vida diaspórica, me enamoró el oído desde nene. Nunca faltó en la cocina de mi abuela materna en Trujillo Alto, tampoco en la radio de los tapones en Nueva York con mi madre, ni en las fiestas de mis primos en Pensilvania o New Jersey.
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