La puertorriqueñidad, como toda identidad colectiva, es porosa y maleable, y puede expandirse para que los previamente marginados quepan en ella, escribe Luis B. Méndez del Nido
La puertorriqueñidad, como toda identidad colectiva, es porosa y maleable, y puede expandirse para que los previamente marginados quepan en ella, escribe Luis B. Méndez del Nido
El pasado 1 de agosto—mientras Jasmine Camacho-Quinn se alistaba para batir un récord olímpico en la tercera serie de semifinales de los cien metros con vallas de las Olimpiadas de Tokio—muchos ya intuían en su determinación la posibilidad de una medalla de oro para Puerto Rico. Cuando, esa misma noche, a las 10:50 p.m., un frío disparo anunció su salida en la carrera final, y se le vio catapultarse entre sus competidoras con una suerte de gracia que solo se le concede a un reducidísimo puñado de la humanidad, y se le vio acercarse, con cada repentino salto, al imposible cada vez más concreto de una victoria, ya todo Puerto Rico corría con ella. El reloj marcaba los 12.37 segundos cuando Camacho-Quinn cruzó la meta para convertirse en campeona.
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