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Tomás Blanco jamás quiso esto. Cuando en su libro Los cinco sentidos describe la flor de la caña -la guajana- no pretendió nunca apropiarse de ella. Todo lo contrario: mientras más se acercaba a aquella espiga florida más la liberaba del facilismo histórico o poético. Y hasta llegó a dudar de su exacta blancura: “¿plomo, perla, rosado? o ¿pálidos magentas, malvas, ambarinos?” Nadie niega que exista cierta nostalgia en su tinta, pero la intención de Tomás Blanco nunca fue separar la guajana de sus peones o del capital ausentista -como ha dicho cierta crítica-, sino devolverle a la flor su secreto más íntimo. Algo similar me sucedió con la flor que acompañó el cabello de la vallista Jasmine Camacho-Quinn cuando recibió su medalla de oro en las olimpiadas de Tokio. Porque aquella flor no estaba allí para complacer los caprichos historicistas o puristas de nadie. Intuyo que esa flor es, además, un homenaje íntimo al país que le fue contando su madre y que Jasmine fue acumulando, desde niña, cerquita de esos otros pétalos que también son las orejas.
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