

De todos los sacerdotes que tuvo Troya, solo uno fue el que dio la voz de alerta. Se llamaba Laocoonte y era devoto de Apolo. Cuenta Virgilio en la Eneida que, entre el ruido y la fiesta por la supuesta victoria de la guerra, que ya llevaba diez años, Laocoonte se acercó al rey Príamo y le aconsejó que no se dejara convencer del pueblo y no permitiera la entrada de aquel caballo de madera por las sólidas puertas de Troya. Frustrado por el trance victorioso que padecía tanto el pueblo como el séquito del rey, Laocoonte se trepó en lo alto del alcázar y gritó: “Oh ciudadanos, ¿qué locura es esta? […] Mas del caballo no se fíen, Troyanos: yo temo al griego, aunque presente dones”.
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