

Cuando era más joven y había una actividad en la escuela tenía que hacer una larga fila para usar el teléfono público, una caja marrón con auricular negro que costaba 10 centavos, si quería llamar a mis padres para que me fueran a buscar. Años después, mi papá, quien trabajaba fuera de casa casi siete días a la semana, se compró un teléfono móvil. Parecía un bloque pequeño cuya comunicación era fatal. Tenía mucha estática, áreas donde no tenía señal y la llamada se caía con regularidad. No obstante, le permitía comunicarse en casi cualquier momento.
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