‘La pecera’ lanza un reclamo cartográfico, íntimo y público, veinte años después de la salida de la Marina. Los mapas no están hechos solo de líneas, escribe Cezanne Cardona Morales
‘La pecera’ lanza un reclamo cartográfico, íntimo y público, veinte años después de la salida de la Marina. Los mapas no están hechos solo de líneas, escribe Cezanne Cardona Morales
Juni dibuja con los dedos el mapa de Vieques en el muslo de Noelia. El dedo índice de Juni (Modesto Lacén) va haciendo el contorno imaginario de la isla muy cerca de la entrepierna de ella. Pero Noelia (Isel Rodríguez) conoce bien ese mapa; no solo tiene viejas cicatrices de operaciones en el abdomen, una colostomía y carga con una bolsa para las heces fecales, sino que además padece un cáncer terminal, y a veces eso es suficiente para saber a dónde uno pertenece. Entre la ternura y la sensualidad, Juni va trazando un camino de carne, hueso y deseo, bordeando tanto el ruedo medio descosido del pantalón como los hilos sueltos de la memoria, hasta que a Noelia se le zafa un peo -un pedo o un vientito, según los más castos- y se derrumba cualquier atisbo de erotismo, lanzándonos de nuevo al terreno rudo y sutil de lo cotidiano. La escena pertenece a “La pecera” de Glorimar Marrero, un filme que también es una carta náutica, una cartografía urgente y una máquina de cazar naufragios que me recordó ese otro mapa que urdió Pedro Juan Soto en su novela Usmaíl.
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