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Cada carro que pasaba las despeinaba un poco. La madre, vestida y maquillada para una graduación escolar, se sacaba el pelo de la cara con una mano y, con la otra, agarraba a su hija que -con tacos, toga y birrete color vino- caminaba cuidadosa por la orilla de la autopista, pegada a la valla de seguridad, a la altura de la cárcel federal. La hija, casi tan alta como la madre, no peleaba tanto con el viento o con el pelo, pero sí con la borla amarilla que pendía del birrete y que se le metía en el rostro con cada carro que pasaba. Yo estaba a punto de despeinarlas también y, tan pronto las vi, frené para ver mejor la escena: ese instante en que la madre señala la celda con ventana donde debe estar el papá de la nena o la hija busca con la mirada a su padre. No era la primera vez que veía gente en el paseo de la autopista rastreando, arriba y a lo lejos, la mirada de sus familiares. He visto cartulinas con nombres, corazones y felicitaciones. He visto globos amarrados de la valla de seguridad hasta que pierden el helio. He visto bebés (hijos, sobrinos, nietos tal vez) alzados en brazos como si quisieran hacer reír a las gárgolas de una catedral. He visto parrandas de navidad, con bocinas y todo, pero nunca había visto a una recién graduada, con toga y birrete, buscando entre las ventanas de la cárcel la mirada de su padre.
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