Estamos condenados a la música. Y la evidencia más contundente -por más fantástica que parezca- es esa vellonera que se robaron hace unos días de una barra en Mayagüez, localizada casualmente en la calle Pablo Casals, y que porta un nombre epifánico: “Magna Experiencia”. Así se llama la barra y así también uno imagina la hazaña: las muecas de fuerza que harían los ladrones, el uno-dos-tres que suelen decir los que están a punto de levantar una carga pesada, las gotas de sudor perladas en la frente, el cable para enchufarla arrastrando por el piso como una cola animal, la pick-up viejita e inocentona estacionada en la acera esperando como un barco carguero, la risa ladrona convertida en hernia por la adrenalina, la sábana o el toldo fantasmal que le pusieron por encima para que no se mojara y la soga con la que la sujetaron para que no bamboleara en el camino. Por supuesto, el informe policial no es tan detallado como uno quisiera, pero eso no quita el mambo novelesco. Imposible entonces no adoptar aquí la imagen que nos regaló Joseph Conrad en El espejo del mar: en vez de un barco en una dársena, bien podríamos decir que una vellonera robada en una platónica pick-up “tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión”.
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