Siempre me tocaba actuar de esclavo. Pero, ¿por qué yo no podía ser uno de aquellos insurrectos que se batieron a tiros con los milicianos?, cuestiona Cezanne Cardona Morales
Siempre me tocaba actuar de esclavo. Pero, ¿por qué yo no podía ser uno de aquellos insurrectos que se batieron a tiros con los milicianos?, cuestiona Cezanne Cardona Morales
Ese año, a Manuel Alonso -el autor de El jíbaro- no le quedó otra opción que certificar las marcas de once ligeros latigazos en las nalgas de un esclavo. Aunque faltaba menos de un lustro para la abolición de la esclavitud, todavía quedaban algunas de esas bondades perversas del código de Miguel de la Torre que, además de especificar la dieta y la vestimenta que debían recibir los esclavos negros, también había fijado los azotes a veinticinco y nombrado a síndicos municipales para que atendieran casos de abusos por parte de los hacendados. Según Marcelino Canino, el esclavo que levantó la querella se llamaba Diego y era propiedad de don Julio Defontaine, un poderoso hacendado de Dorado muy amigo del médico Manuel Alonso que, por esos días, vivía en la Casa del Rey y hacía trabajos para aquel cínico alcalde que en un informe gubernamental escribió: “en Dorado se tratan bien a los esclavos y todos están contentos”. Por eso, no debe sorprender a nadie la prosa ambigua y dulcificada de Alonso en su informe médico: “el esclavo presenta en ambas nalgas señales de rozaduras hechas en la piel con algunos días de antelación y que todas juntas, llegan al número once; que no necesitan tratamiento alguno médico, y que pueden haber sido hechas con látigo”.
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