Hace diez años, cuando la secretaria del salón de sesiones leyó el veredicto de culpabilidad 11-1 en el juicio de Pablo Casellas, todos pensamos que era cuestión de que lo sentenciaran al montón de años a los que, en efecto fue sentenciado, a que él apelara, y a que los tribunales apelativos —Tribunal de Apelaciones y Tribunal Supremo— revisaran su caso y dispusieran si era un veredicto válido o no. También pensamos que el procedimiento apelativo sería largo, costoso y engorroso para ambas partes. Y lo habría sido de no ser porque en el ínterin el Tribunal Supremo de Estados Unidos resolvió en otro caso —Ramos v. Louisiana—que, a tenor de la Constitución federal, todos los veredictos debían ser unánimes. La decisión sería aplicable de ese momento en adelante a todos los casos que fuesen a juicio y a aquellos cuyas apelaciones estuvieran pendientes, tal como sucedía con el caso de Casellas.
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