Es un deber moral procurar tener un sistema electoral que promueva la elección de las mejores personas con el fin de lograr el mayor bien posible. Esto implica un cambio radical a la cultura electoral actual, escribe Francisco J. Concepción
Es un deber moral procurar tener un sistema electoral que promueva la elección de las mejores personas con el fin de lograr el mayor bien posible. Esto implica un cambio radical a la cultura electoral actual, escribe Francisco J. Concepción
“Que gane el mejor”. Esa era la consigna cuando era un niño y participábamos de una competencia. La idea era que en medio de un proceso electoral igualitario los que tenían que votar lo harían por la persona mejor preparada, con mayores destrezas, con dominio de los temas que se tendrían que manejar y con mayor posibilidad de lograr el mayor bienestar para la mayor cantidad de personas posible. Cuando el voto se dirige en favor de los amigos, de los que van a beneficiar sólo a una parte de los electores o en favor de quienes simplemente han agenciado un mayor poder para obligar a otros a apoyarles, el resultado no debería ser el mismo. En ese sentido, una elección donde no gana la mejor persona es una elección que no procura el mayor bienestar para la mayor cantidad de personas posible. Claro, este es un argumento utilitario. Podríamos elaborar otros desde perspectivas éticas múltiples pero el resultado ideal debería ser el mismo. Una elección debería dar como resultado la designación de la mejor persona en beneficio de la mayoría de los electores.
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