

Para entonces tenía 17 años, una melena tostada por el sol, una tabla de surf, el sabor del salitre pegado a su piel, una bicicleta roja con la que rodaba desde Guaynabo hasta la playa de Vega Baja mientras desafiaba el tráfico, el viento y el hollín, y las ganas de aventurar típicas de cualquier adolescente. No, no preñó a ninguna chica. Tampoco pidió renunciar a la vida usual de un joven de su edad y asumir las funciones de padre de familia. Pero la vida, tan antojadiza, le endilgó tamaña responsabilidad, y él no la evadió.
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