La independencia judicial no es para hacer lo que se quiere, sino para hacer lo que se debe. Mal entendida es un instrumento de opresión, escribe Hiram Sánchez Martínez.
La independencia judicial no es para hacer lo que se quiere, sino para hacer lo que se debe. Mal entendida es un instrumento de opresión, escribe Hiram Sánchez Martínez.
Cuando leí en este diario que el acto de dictar sentencia contra el conductor ebrio que causó la amputación de una pierna a su víctima había sido suspendido porque la oficial sociopenal a cargo de preparar el informe presentencia no lo había hecho, me remonté de inmediato a mi época de juez en Carolina. Y para que comprendan lo que pensé me refiero a que, para mí, hay dos tipos de casos: (1) el de interés limitado a la víctima y sus familiares y amigos cercanos y (2) el de aquellos que son de gran interés público, de mucha notoriedad mediática, bien por las circunstancias llamativas que rodearon los hechos criminosos (o su resultado) o bien porque es un caso de corrupción gubernamental por el cual somos todos los perjudicados. Los segundos son los que generalmente arrastran a periodistas y camarógrafos a las salas de justicia y sus afueras y en los que se atosiga al arrestado, micrófono en mano, con preguntas usualmente incriminatorias para las que no hay que hacerle las advertencias Miranda (”Usted tiene derecho a guardar silencio porque todo lo que diga…, etc.).
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