Una persona que vive con VIH cuenta el proceso de su tratamiento y cómo, en su adherencia al tratamiento, ha encontrado una razón para vivir
Una persona que vive con VIH cuenta el proceso de su tratamiento y cómo, en su adherencia al tratamiento, ha encontrado una razón para vivir
(Nota del redactor: Todos los nombres y algunos datos han sido cambiados para proteger la identidad de sus protagonistas. Cualquier coincidencia con nombres y hechos reales es absolutamente involuntaria.)
En noviembre de 1996, Juan David Arroyo Cruz se enteró de que había dado positivo a la prueba de detección del virus de inmunodeficiencia humana (VIH). El impacto fue tal que necesitó sentarse fuera de la oficina de su doctora para mirar por la ventana.
“La secretaria me siguió, tratando de evitar una desgracia”, dijo, engolando la voz como un locutor radial, y estalló en carcajadas. Cuando la risa se apagó, el rostro de Arroyo Cruz se nubló por un instante.
“Si no hubiera creído en Dios y en la ciencia, quién sabe dónde estaría ahora”, admitió.
Juancho —como le conocen sus familiares y amigos— tiene 51 años cumplidos y un estatus de indetectable que ha mantenido por dos razones: su voluntad de vivir y su adherencia al tratamiento.
Arroyo Cruz no soltó prenda sobre el modo en que adquirió el virus. “Solo te voy a decir que no seguí las instrucciones y eso tuvo consecuencias”, recalcó con seriedad. Se refierió a utilizar barreras de protección para prevenir el VIH y otras infecciones de transmisión sexual.
A principios de 2001, el entonces maestro de historia en una escuela pública de San Juan coqueteaba con la idea de continuar estudios posgraduados. Conversó con Lalo —su mejor amigo hasta el presente— y él lo entusiasmó a explorar esa posibilidad. Comenzó estudios graduados en agosto de ese año, con un solo curso matriculado. “No quise complicarme mucho porque, en ese momento, mi mamá estaba ya delicada de salud”, resaltó. Semanas antes, su progenitora encaraba la metástasis de su cáncer de mama. “Tito, mi hermano menor, estaba estudiando fuera. Aunque contaba con el apoyo de tíos y primos, enfrentar el asunto nos tocaba a papi y a mí”, rememoró.
Entre el trabajo, los estudios y la situación familiar, Arroyo Cruz se sintió desgastado. Recordó que, a mediados de semestre, “me dio un catarrón que no me soltaba”. Fue a su médica y ella sospechó, cuando vio los resultados de un contaje (CBC). Le ordenó la prueba de detección del VIH, y el resto es historia.
“Mi doctora buscó una silla y se sentó conmigo a mirar por la ventana. Empezó, poco a poco, a hablarme de la importancia de aumentar los CD4 y bajar la carga viral. Le pregunté si me iba a morir. Ella me encaró sin pena: ‘Te puedes morir de cualquier otra cosa, pero eso depende de ti’. Aquello retumbó en mí tan fuerte que le creí”, aseguró.
La época de Acción de Gracias siempre trae recuerdos tristes a Arroyo Cruz. Cerca de estas fechas, la salud de su mamá empeoró hasta que, finalmente, murió en febrero de 2002. “Nunca le dije [de mi diagnóstico] para que se fuera sin preocupaciones, porque yo sabía que estaría bien”, apuntó.
Con la ayuda de su médica, Arroyo Cruz inició el primer tramo de medicamentos antirretrovirales: dos píldoras al día. “Siempre me los tomaba con comida porque me caían mal al estómago. Aguantaba el malestar porque estaba seguro de que se me iba a pasar”, indicó. Arroyo Cruz experimentaba náuseas y diarreas, por lo que recibió apoyo de una nutricionista dietista certificada para realizar un plan de alimentación mucho más sano.
Aunque estaba satisfecha con el tratamiento, la médica de Arroyo Cruz buscó una alternativa para aliviar los malestares de su paciente. Cambió el protocolo por otro que resultaba más tolerable. La mejoría en sus resultados de laboratorio, cada tres meses, revelaba que, en efecto, el tratamiento producía mejores resultados en sus números de CD4.
En julio de 2002, cinco meses después de la muerte de su mamá, por primera vez llegó a un nivel indetectable.
“En aquel momento, lo celebré como en el 2017, cuando se anunció en una conferencia médica que Indetectable es Igual a Intransmisible (U=U). Gracias a Dios, así ha sido hasta ahora”, dijo, orgulloso.
Por la estabilidad en su condición y su adherencia, Arroyo Cruz es hoy una de las personas que reciben su terapia antirretroviral de forma inyectable.
“En verano, mi doctora me lo propuso y dije que sí, antes de que terminara la pregunta”, repasó, sonriente. El nuevo protocolo consistió en tomar, un mes antes, dos pastillas y, cumplidas las cuatro semanas, iniciar las inyecciones intramusculares: una dosis mayor al principio (4 ml). Las próximas cuatro semanas, recibió su segunda dosis, de menor cantidad (3 ml). Así ha continuado y, ya en los primeros resultados, manifestó una mejoría significativa.
“Esas inyecciones me cambiaron la vida. Se acabaron los malestares de estómago, y no tengo que preocuparme si me quedo en otra casa…”, admitió, sonrojado. Confesó que está comenzando una “relación especial”, después de doce años sin pareja. “Desde el principio hablé de mi condición, porque prefiero que me cojan miedo al principio que ocultar esa parte de mi vida”, afirmó.
Al repasar sus memorias, Arroyo Cruz se quedó pensativo. “De verdad que soy un hombre afortunado. Aunque mami ya no está —y la extraño todos los días— he podido estar con mi papá, ser el padrino de bodas de mi hermanito, quien me regaló una hermana (mi cuñada) y me hizo tío de dos nenas preciosas. Si esto —refiriéndose a las inyecciones de tratamiento— es el principio de la cura, estoy bien puesto para ir al frente y ayudar a los que vengan después”, subrayó, conmovido.
“Mi doctora me dijo que me podía morir de cualquier otra cosa. Sería bien feo dañarle esa ilusión, ¿verdad?”, concluyó, entre risas.
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