¿Cuánto tiempo podrá resistir una nacionalidad sin raíces, ‘leve’ y literalmente aérea (como la guagua), antes de desaparecer, anegada en la identidad norteamericana?, pregunta Luce López Baralt
¿Cuánto tiempo podrá resistir una nacionalidad sin raíces, ‘leve’ y literalmente aérea (como la guagua), antes de desaparecer, anegada en la identidad norteamericana?, pregunta Luce López Baralt
En un impresionante gesto de generosidad, Jasmine Camacho-Quinn, nacida en Carolina del Sur y educada en la Universidad de Kentucky, entregó su brillante victoria olímpica a Puerto Rico, el país de su madre. Dije “el país”, pues así precisamente lo llamó Camacho-Quinn en una entrevista: “a small country”. Cuando USA Today transcribió sus palabras, cambió la palabra “country” por “territory” (Jorell Meléndez-Badillo, “Camacho Quinn’s gold medal sparked a debate about Puerto Rican national identity”, The Washington Post, 5-VIII-2021). Curiosamente, no dejaron que la victoriosa vallista reclamara a Puerto Rico como país. Pero ella lo desgajó de Estados Unidos, porque sin duda lo imagina como una entidad independiente de su patria natal. La bandera monoestrellada que ondeó debería, en efecto, significar un país. En el fondo, Camacho-Quinn compitió por un mito soñado por ella más que conocido: por la Preciosa sin bandera, sin lauros ni gloria de Rafael Hernández; por la flor cautiva de la “Verde luz” del Topo, que trocó en una maga encendida sobre el cabello. Flor siempre cautiva, que constituye un enigma, un conflicto vivo, como quiera que la miremos.
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